lunes, 7 de julio de 2008

Aquel invierno de nuestro verano

Fue este último verano, precisamente en diciembre cuando emprendí un viaje apasionante y aventurero hacia el país imperialista por excelencia, a su invierno seco. Por sobre todas las cosas era un viaje lleno de incertidumbre, pues ni siquiera sabíamos qué haríamos ni dónde viviríamos. Nada estaba planeado con anterioridad, dejamos que todo fluya y que nos sorprenda el azar.
Meses antes, cuando pensábamos sobre el viaje creíamos que no estábamos del todo cuerdos. El hecho de volar lejos de casa, solos, a un sitio que maneja una lengua –que aunque manejamos con mucha naturalidad- distinta y enfrentar un entramado social y cultural completamente distinto al usual no era tan sencillo. Algunos dirán mientras leen estas líneas para qué o por qué lo hicimos, a lo cual contesto que teníamos muchas ganas de explorar, vivir y aprender de un lugar desconocido por nosotros y conocido a la vez mundialmente por su increíble belleza natural. Lo que sentíamos era un espíritu de aventura nunca antes manifiesto. La sensación por dentro cuando abrí mis ojos y me encontraba ante tal maravilloso e imponente lugar no se puede describir ni con los más sofisticados adjetivos. La naturaleza como nunca antes la sentí, el aire fresco que a veces uno tanto necesita, supieron llenarme de felicidad; y más aún compartiéndolo con mi compañero. Dejando atrás vuelos cancelados y la preocupación sobre dónde viviríamos por los próximos tres meses, comenzamos a caminar lentamente por la ciudad. Cada esquina, cada recoveco era un descubrimiento. Con nuestras mochilas cargadas de dudas más allá de los efectos personales, comenzamos a relacionarnos con cuanta persona nos encontrábamos. Como era de esperar, Aspen está colmado de argentinos que viajan al igual que nosotros y fue así que nos mudamos con los que luego serían nuestros amigos, nuestra familia viajera. Siempre era muy divertida la mañana. Cuando nos despertábamos los pasillos de la casa estaban colmados de risas, gritos y por sobre todo, de mucho cariño.
Casi sin darnos cuenta llegada la navidad nos encontrábamos trabajando, divirtiéndonos, experimentando. A pesar de que por momentos se notaba la ausencia de mamá, papá y hermanos –y más aún en vísperas de las fiestas- el viaje era tan perfecto que la melancolía no lograba vencer nuestros ánimos. Pasaban los meses, los días y las horas y cada vez más gente entraba a nuestras vidas, intercambiábamos experiencias y aprendíamos unos de otros.
Cuando tomé el calendario para ver en qué momento armar las valijas en vistas del regreso a casa, no podía creer qué rápido había pasado el tiempo. Ya era marzo, ya era hora de armar los bolsos, ya era hora de volver. Pero sabía que el viaje de vuelta iba a ser distinto. Ya no tendría más incertidumbre, ya todo lo había aprendido y estaba todo guardado muy dentro de mí. Las mochilas pesaban más, pero no solo por la ropa: en ellas había infinitas novedades inmateriales. Sabía que iba a ser un largo trayecto de vuelta a casa y a la jungla de cemento…

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